Un hombre y un caballo caen por un acantilado.
El caballo muere en el acto, mientras que el hombre resulta ileso.
Anochece, está nevando y hace mucho frío, el hombre piensa en actuar deprisa o morirá congelado.
Abre con su cuchillo el vientre del animal y comienza a vaciar sus vísceras aún calientes desprendiéndolas una a una de su carne.
Se desnuda y se introduce dentro del cuerpo vacío del caballo.
Siente el calor de su sangre que antes corría con fuerza y ahora es sólo el líquido que le mantendrá con vida durante la noche.
Se queda dormido con una gratitud desbordada, casi orgásmica.
A la mañana siguiente se despierta como si hubiese renacido.
Rompe las fibras de la carne del caballo, ahora congeladas y sale de su cuerpo como en un parto plácido. Se viste y se prepara para la marcha.
Antes de irse posa su mano sobre el lomo muerto, todavía puede sentir su esencia.
Piensa de cuántas formas podían haber muerto ambos.
Sólo hay una posible, la que la tierra desprendida de intenciones, hace posible.