Se
quedan colgando del piano los dos últimos acordes.
Se
levanta, se alisa la falda recatadamente, se peina con los dedos y
cierra los ojos intentando escuchar algo del silencio que ha quedado,
pero sólo atiende a las voces internas de esa sordidez.
Atraviesa
la sala sin mirar atrás, no soporta el recuerdo de lo que, durante
120 días escuchó a su espalda, sin perder un sólo compás.
Cruza
las estancias y los corredores perseguida por su propia culpa, por su
piedad manchada, sin mirar atrás, por temor a quedar convertida en
una estatua de sal. No es la esposa que deseaba ver cómo ardía
todo y se consumía en muerte, es el fuego mismo, el deseo de arder
abruptamente, quemada por la combustión de su propia perversión.
Sabe
bien que desea hacerlo, pero cuando divisa aquella puerta pequeña al
final del pasillo le invade la cobardía y entiende que es la misma
que somete la voluntad de otros y la que le ha dado palabras de
música, silencio que no liberará, que nunca hará nada más que
sonar de fondo y que le transformará en insignificante basura
miserable.
Atraviesa
la habitación, junto a la ventana hay una silla (en el patio se
escuchan sus gritos), se pone de pie sobre el asiento (huele a sangre
y a semen), impulsa su cuerpo hacia el vacío (llanto y gemidos,
súplicas y muerte).
Muerte
dibujada sobre los adoquines, una muerte convencional, como un
disparo piadoso.
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